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u-boot


Escucha 'u-boot' en ivoox









La carrera del comandante Manfred Schmitt ha sido francamente deslumbrante, no ha habido sorpresa al respecto puesto que proviene de una familia de gran tradición marinera desde varias generaciones atrás. Ha obtenido las mejores calificaciones de su promoción en la escuela de oficiales de Rostock y su ascenso a comandante ha sido muy comentado y celebrado en altos despachos de la armada alemana.





Esta mañana se ha despedido de sus padres en Hamburgo y ha tomado un tren rápido hasta Kiev. A las cinco de la mañana ha recibido un sobre cerrado de manos del jefe de la armada en Kiev, además del documento en el que se le asigna el mando de uno de los primeros u-boote tipo VII fabricados en los astilleros de esta ciudad. Se trata de un submarino moderno, la evolución del antiguo tipo II, con 67 metros de eslora, 6 de manga y 4,7 de calado, 4 tubos lanzatorpedos en proa y uno en popa, con un total de 14 torpedos a bordo; 1 cañón de 88 mm y una ametralladora antiaérea en cubierta completan su armamento. Sus dos motores más que probados y fiables diesel de 6 cilindros y otros dos eléctricos que le permiten una velocidad de casi dieciocho nudos (unos 35 km/h) y una autonomía en superficie de unas 4300 millas náuticas. La tripulación es de 44 hombres, una tripulación de élite que ha sido formada en su manejo durante tres meses, alguno de ellos conoce el submarino hasta el punto de ver cómo han sido ensambladas sus cuadernas, soldadura a soldadura. Algunas voces han objetado la nula experiencia en combate de Manfred, pero el nepotismo aun está muy engrasado en todas las instituciones de la Alemania en guerra. Ya adquirirá experiencia, dijeron los que deciden.





A las seis en punto de la mañana, cuando llega a la dársena cuatro del astillero, todavía encuentra algunos operarios que están ultimando unas soldaduras sobre la cubierta  del flamante U995. Los catorce torpedos ya están cargados y la tripulación en sus puestos, con excepción de los suboficiales, que le están esperando al borde de la escalerilla de embarque. Se presenta a cada uno de ellos con un saludo cordial,  y da las instrucciones para comenzar las operaciones de desatraque, con la eventual salida a alta mar.





Tras una semana de navegación llega al punto marcado donde debe comenzar sus operaciones. En su camarote, junto con su segundo oficial, procede a romper el  sello de lacre del sobre que contiene seis folios con las órdenes: debe dirigirse a un punto cercano a unos 10º latitud oeste y 55º longitud norte y patrullar la zona para interceptar  la llegada de un convoy de suministros que viene de los Estados Unidos, con destino Inglaterra. Debe causar el mayor número de hundimientos de los barcos que aun queden porque en esta operación actuará sólo. El resto de la manada  de lobos están adentrados en el Atlántico, mucho más al oeste, donde darán cuenta del grueso del convoy. En cierto modo, a él le quedarán sólo las migajas, pero tratándose de la primera misión, no puede esperar más. Resultará una buena anotación en su currículo enfrentarse él sólo a un número incierto de buques enemigos, aunque sólo queden mercantes.





Durante el tiempo que dura la travesía, Manfred ha estado conociendo a sus hombres, ha realizado simulacros y ejercicios  de combate para mantenerlos con el ánimo alto y para asegurar que cuando llegue el momento todo esté operativo al cien por cien. Ha estado navegando en superficie siempre que ha podido para llegar cuanto antes al punto de destino. Una vez allí aún tuvieron que esperar otros tres largos días hasta la llegada del convoy.





Cuando por fin, en una noche clara, aparecieron recortadas contra el cielo las negras figuras de la cabeza del convoy ordenó inmersión a profundidad de periscopio y maniobró el submarino para enfrentarlos en una posición ventajosa. Conforme iban definiéndose  las siluetas del resto del convoy observó con preocupación que algo debía de haber ido mal, probablemente la manada no interceptó por algún motivo al convoy. Viene intacto. Ha contado ocho mercantes, tres fragatas y un destructor de escolta. Los cuatro primeros torpedos han conseguido neutralizar una fragata partiendo sus hélices de impulsión, luego otros ocho torpedos fueron lanzados apresuradamente antes de que el destructor enfilase su proa sobre el submarino, e impactaron sobre sendos mercantes, sin llegar a hundirlos. El acoso a que se ha visto sometido por las otras dos fragatas y el destructor le han obligado a sumergirse a gran profundidad, con daños importantes en el casco y sala de máquinas ocasionados por cargas de profundidad. El enfrentamiento ha sido un completo desastre. A duras penas ha conseguido mantener la compostura porque un nerviosismo palpitante y un sudor frío delatan que todo el asunto le ha sobrepasado. Los sonidos del ping en el sonar, las explosiones de las cargas, las fugas de agua, las luces en rojo y un caos general en todo el puente de mando, con órdenes imprecisas y aceleradas. Un verdadero infierno.





El puerto aliado más cercano es La Coruña y hacia allí dirige el submarino, navegando sólo durante la noche. Durante el día permanecen sumergidos para evitar ser localizados. Afortunadamente están muy lejos de las rutas de navegación enemigas. Sin llegar a la rebelión, los hombres han perdido toda la confianza en el comandante, y él lo sabe. Para ser su primera misión, es muy probable que acabe siendo la última.





Entrada la segunda noche de navegación, el operador de radar ha reportado una señal un par de millas al norte, justo delante de la trayectoria del submarino. Parece un buque pesado, con motores lentos y ruidosos, nada que ver con la potencia de un motor de destructor. Casi obligado por sus oficiales ha ordenado profundidad de periscopio y cargar el último torpedo, sólo por ver de qué se trata. A menos de una milla las lentes del periscopio amplifican la ancha popa del barco, se trata de un barco hospital.





La frustración del rapapolvo con que le han humillado, la confianza que le han retirado sus hombres, la rabia de un mal día de caza, como el señorito de los Santos Inocentes que dispara a la milana de Azarías por pura diversión, para resarcirse de la propia mala suerte de no haber podido encarar la carabina  a una pieza en toda la jornada.





La decisión está tomada, este barco repleto de enemigos va a ser la presa que hará salir esa espina clavada en lo más profundo de su amor propio. Para asegurar el lanzamiento ordena un ataque de superficie, no hay ningún otro barco que pueda defender a este caramelito. A sólo 100 metros ordena





— ¡Fuego el uno! —





y una estela nítida avanza tan veloz desde la proa del submarino hasta estallar bajo la línea de flotación del barco hospital. La explosión ha destrozado el casco y unas pocas andanadas más del cañón de 88 mm acaba con la fiesta en unos minutos. Muchos de los embarcados en el barco hospital se han lanzado al agua, con el barco hundiéndose en las frías aguas del Atlántico. Al ver que nadan desesperadamente hacia el submarino ha ordenado la inmersión. No se va a aplicar ningún tipo de piedad esta noche, y los deja abandonados a su suerte. Los hombres, quemados, heridos, agotados, ateridos, van hundiéndose en las frías aguas del Atlántico. No ha quedado ni un sólo superviviente.





Las protestas de la tripulación y de los suboficiales han sido atajadas con la amenaza de un consejo de guerra por rebelión al llegar a puerto. Cada uno ha vuelto a su puesto, mordiéndose el poco orgullo que queda después de hundir un barco sin protección, sin armamento, quizá repleto de hombres enfermos o heridos. Es una infamia que perseguirá a estos hombres curtidos por una guerra que empezó gloriosa e imparable todos los días de su vida.





Las noticias han corrido como la pólvora. Resulta que el barco hospital, antes de hundirse, ha cablegrafiado un mensaje sin encriptar pidiendo socorro, relatando que un submarino alemán se ha acercado a ellos hasta casi poder ver las caras de los hombres que, sobre el puente de mando, contemplaban su hundimiento.





En el puerto de La Coruña, a regañadientes de los responsables militares españoles, se han llevado a cabo unas reparaciones de urgencia, lo mínimo imprescindible para poder volver a su base en Alemania. Pero junto con las reparaciones, unos hombres buzo han adosado un pequeño artefacto calculado para que cuando estén en alta mar una pequeña carga cercana al eje de transmisión de una de las hélices, explote. Es un pequeño sabotaje que da respuesta a ese código ético que los hombres de honor deberían tener impreso en su carácter, especialmente los hombres de mar, forjados en fraguas que no tienen nada que ver con las que se emplean con los hombres normales.





La pequeña explosión ha causado daños menores como estaba previsto, nada importante como para ponerles en peligro, pero lo suficiente como para obligarles a salir a superficie, para estimar los daños.





En esta noche serena, de mar calmada y estrellas brillantes, Manfred ha subido al puente con su sextante y ha tomado algunas lecturas. El ataque del destructor había dañado instrumentos electrónicos de posición y la navegación desde entonces se hace a mano, calculando la latitud con ayuda de las estrellas. Qué ironía, resulta que la avería ha sucedido en un lugar muy cercano al hundimiento del barco hospital.





— Motores de un barco a estribor, capitán — ha susurrado el operador de sonar,  — viene a toda máquina directo hacia nosotros —





— ¿Un barco?, no he visto ni oído ningún barco mientras leía la latitud.—





— Está muy cerca capitán, ¡ ordene la inmersión !—





Manfred Schmitt ha subido de tres en tres las escaleras del puente de mando para ser testigo con sus propios ojos de cómo la proa de un barco hospital se acerca a toda velocidad, a menos de quince metros por estribor.





— No es posible —





Después de partir el submarino en dos y mandar su casco al fondo del mar, Manfred y unos pocos hombres que consiguieron subir al puente luchan por mantenerse a flote  y observan la popa de un barco hospital que habían hundido hace una semana, desvaneciéndose como un fantasma. Hundiéndose lentamente en las aguas heladas, sin fuerzas para seguir en la superficie, Manfred ve cómo cientos de cadáveres acompañan su descenso al fondo del mar, junto a su submarino.

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