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el alquimista



Me llamo Abdul ibn Masud Abdallah.

Mi apellido significa "el sirviente de Dios" y, en efecto, he sido fiel al Corán y amo a mi Dios.

Pero yo, su humilde sirviente, también soy matemático, físico, alquimista y poeta.

Nací en Granada cincuenta años antes de que los poderosos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, con una determinación inquebrantable, el 2 de enero de 1492 ocuparon la ciudad para siempre. Desde entonces mi suerte no ha hecho más que abandonarme día a día, como mi juventud.

Comprendiendo las implicaciones que la Reconquista iba a tener para mi pueblo, que las cosas irían poniéndose cada vez más difíciles para mi raza, decidí reunir las pocas cosas de valor que me permitieron los cristianos y, con lágrimas en mis ojos y junto a mi hija Fátima, embarcamos rumbo a Damasco, la tierra originaria de mis abuelos, para iniciar una nueva vida.

El pasaje casi consumió el poco oro que no encontraron los infieles, y los pocos libros manuscritos con todos mis estudios que quise trocar no fueron considerados como objeto de valor, ininteligibles para aquellos nuevos amos, muchos de los cuales no sabían leer ni escribir.

Ahora, después de meses, doy gracias a Dios de que fuesen desestimados como moneda de cambio porque han servido para, entre otras cosas, hacer prevalecer la justicia y el honor de mi apellido, y la honra de mi hija.

Así pues, tras días de tranquila travesía y después de hacer escala en Túnez para aprovisionar agua y alimento, fuimos abordados por corsarios ingleses que pasaron a cuchillo toda la tripulación, pero conservaron nuestra vida por sospecha de que, siendo pasajeros de primera clase, pudiese nuestro cautiverio generar una conveniente recompensa.

Y así, con las bodegas del corsario cargadas con nuevas riquezas y rehenes, el capitán Hopkins mandó poner rumbo a Inglaterra evitando rutas comerciales, atravesando el estrecho de Hércules con ayuda del manto de la noche, navegando con bandera de conveniencia y con más suerte que pericia, alejados de la costa portuguesa y ayudados por muy buenos vientos, llegamos al puerto de Londres después de semanas de travesía. Habíamos pasado todo este tiempo sin salir de la bodega, acomodados en un rincón, vigilados y protegidos por un marinero de confianza del capitán quien, intrigado por el valor potencial de estos exóticos pasajeros, se preocupó de mantener nuestra seguridad y especialmente la de Fátima, de belleza codiciosa para aquellos hombres acostumbrados a vivir con la amenaza de la soga alrededor de su cuello. No hay nada mejor que ser valioso para conseguir respeto.

Llegamos a Londres, digo, entrada la noche como fantasmas entre la niebla opaca, espesa y húmeda que no abandona nunca esta ciudad triste y gris. Soldados del rey nos condujeron directamente a una celda en la Torre de Londres. No a una celda de castigo donde los menos afortunados sufrían tortura, hambre e interrogatorios diarios, sino a otra mucho más confortable, provista de buena luz, de algunos muebles y dos catres, así como de bebida y comida de razonable calidad.

Tras haber obtenido todas las referencias necesarias para negociar nuestro rescate, una mañana un funcionario real nos comunicó que nadie de nuestra familia podía reunir una suma apreciable que favoreciese nuestra libertad, y que se había decidido para menor pérdida poner la vida y el futuro de mi hija en manos del mejor postor en el mercado de esclavos; de mi destino no hablaron pues nada era mi valor.

Aquella noche terminé de concretar un plan que ya venía fraguando desde casi el momento de abandonar Granada. Un plan daría un vuelco radical a nuestra situación y quizá volverían a considerar nuestras vidas como altamente valiosas, más aun de lo que nadie hubiese imaginado.

Proporcioné los detalles imprescindibles al soldado que nos custodiaba y aquella misma mañana se presentó un funcionario real, quien ordenó que nos asearan y nos vistieran decentemente, y nos condujo ante una autoridad superior, un consejero más cercano al rey.

Nuevas explicaciones, nuevos argumentos que no alcanzaba de comprender del todo el emisario, pero que aun así atisbó que el asunto podría ser de importancia trascendental y muy beneficioso para la Corona de Inglaterra.

En cuestión de días se organizó un comité compuesto por altos representantes del consejo real, por científicos, por asesores económicos. Imaginad.

Mis condiciones: la primera, la presencia permanente de mi hija como ayudante. Esto garantizaría su seguridad mientras durase nuestra suerte. La segunda: un laboratorio totalmente equipado, provisto de un buen horno de fuelle para garantizar las temperaturas necesarias para la fusión de algunos elementos, retortas de buen vidrio, serpentines de destilación, calderas y todos los reactivos necesarios para el desarrollo del experimento. Por último, mi libro personal de notas, que me fue incautado al entrar en la Torre.

La propuesta: fabricar la piedra filosofal, que serviría para transmutar cualquier metal en oro y, a su vez, proporcionar juventud infinita, inmortalidad, a su propietario.

Las condiciones del rey: una prueba representativa de oro. El plazo, un año.

Así empezó el engaño.

***

Los primeros días preparé el espacio de trabajo, calentado la fragua, lavando cuidadosamente retortas, y morteros, preparé reactivos en decenas de botellas. Todo nuestro trabajo fue atentamente vigilado desde la discreción de un pequeño ventanuco tras una gruesa puerta de madera. Pequeñas explosiones, fogonazos esporádicos, columnas de humo multicolor se desarrollaron durante cuatro meses de frenético trabajo, y lancé el primer anzuelo. 

 — Anuncia a tu rey que he conseguido oro —

No pasaron más de treinta minutos, que aparecieron tres médicos reales y, con mucho cuchicheo e intrigados, se pasaban de mano en mano un crisol chamuscado y sucio, y entre unas cenizas, el inconfundible brillo del oro, en poca cantidad y pobre calidad, pero la suficiente para transmitir un fuerte deseo de codicia, de poder. Ya me entendéis los que tenéis anillos en vuestras manos adornando vuestros dedos, los cuellos y orejas de vuestras damas. Si, el oro produce ese curioso efecto 

— Cuando consiga purificarlo estaré en condiciones de fabricar el elixir de la vida — anuncié 

— Aquí, aquí lo tengo todo descrito — decía mientras señalaba mi ordenada caligrafía árabe en un libro de enormes guardas de cuero, ajado por el tiempo, en páginas cuidadosamente cosidas al lomo. Y ellos miraban atónitos a lo que les mostraba sin entender una sola palabra, pero asintiendo y hablando entre ellos, como si fueran doctos en la materia. Pobres desgraciados.

El primer oro sucio y pobre dio lugar durante el paso de los meses a otro oro más noble, que sumergía en vasos finamente adornados, con agua limpia que yo bebía ostentosamente, emitiendo sonidos de placer, como si el agua insípida tuviese el sabor de un néctar de dioses. Y al engaño general contribuyó mi lenta transformación de anciano viejo y encorvado por los dolores de las articulaciones, cuidadosamente estudiada para ir pareciendo cada vez más joven. Enderecé mi espalda, hablé con fuerza y buena modulación, caminé con vigor, peiné mi barba, prescindí de anteojos y lupas que fingía me ayudaban a leer. El plan lentamente trazado y ejecutado, ensayado con mi hija, que tenía que hacer grandes esfuerzos para disimular su risa, estaba a punto para dar el golpe final.

Se agotó el año. Llegaron los cuestores, y preguntaron.

— Grandes señores — dije — estoy en disposición de mostraros el secreto de la transmutación de la  materia, de convertir plomo en oro, y os anuncio también que he conseguido filtrar una buena cantidad de elixir de la vida que proporcionará a quien lo beba, una vida larga, sin enfermedad ni dolor —

— Demuéstralo — dijo uno de ellos, sin duda el más importante del grupo, extendiéndome unas lascas de plomo en la palma de la mano.

— Acercaos, venid — dije caminando hacia la mesa de trabajo — Ayudadme.

Y empecé la pantomima, dándole explicaciones y solicitando su asistencia aquí y allá, implicándole, para hacerle sentir importante. Al cabo de unas horas de complicadas operaciones químicas dejé caer en la palma de su mano unos gramos de oro, sacados de entre las cenizas de los supuestos residuos de la transmutación 

— Tomad —

Brillaron sus pupilas dilatadas, temblaron sus manos y se hinchó su ego, como un globo. Con gesto triunfal miró directamente al grupo apartado en un rincón, como si él mismo hubiese sido el artífice del milagro. Tragó el cebo, el anzuelo, el sedal y la boya, y aun se hubiese tragado hasta la caña. Para rematar el efecto le ofrecí la supuesta poción, el elixir de la vida.

— Tomad, bebed y sentid su poder — ofrecí, tomo la copa entre sus manos, su cara brilló con codicia —  pero sabed que reponer cantidad suficiente para vuestro rey me llevará algunos meses más de destilaciones — Dudó. No se atrevió. Su rey lo quería para sí mismo y no hubiese podido justificar más tiempo de espera.

— ¿Cuánto tardaríais en preparar más oro, digamos… una onza? —

— El mismo tiempo que un gramo — respondí con seguridad.

Convinimos que en una semana repetiría el proceso esta vez con la presencia del mismísimo rey de Inglaterra, su familia y los más altos dignatarios de la corte.

— Transmutaremos una onza de oro y proveeré al rey del elixir de la vida, que le sanaría en cuestión de horas de los muchos males que padecía: obesidad, reuma, psoriasis, gota, artritis, sífilis y una lepra incipiente.

 ***

Llegó el día señalado. A primera hora de la mañana la fragua a máxima temperatura, bien atendida por un fuelle que mantenía el calor, retortas de obsidiana, mármol, ágata, cargados los reactivos en las retortas..

Cuando entró el rey ocupando con su oronda, pomposa, globulosa presencia todo el el espacio de la puerta pensé que iba a quedar atascado, pero Enrique VII maniobró con sus aparatosos y ricos ropajes y se introdujo de forma torpe y atropellada, como escupido en la estancia, trastabillando unos pasos recuperó la compostura.

Se hizo el silencio. La corte de zánganos aduladores que le seguía a prudente distancia se distribuyó por la estancia discretamente, en un segundo plano. El humor de Enrique era más bien breve, sólo lo justo como para propinar una cruel patada al bufón para desviar las miradas de su propia torpeza. Dibujó una sonrisa forzada, despreciable, sobre aquella cara grasienta y bulbosa, de ojillos pequeños, entrecerrados, de un azul tibio sin color. Mirarle a la cara producía el mismo efecto que mirar la cara de un cerdo pocos días antes de la matanza.

— Feliz día, majestad — dije cortando el hielo, quitando hierro a la triste entrada y reprimiendo severamente con la mirada a mi hija, que a punto estuvo de estallar de risa. A pesar de todo, el rey recobró el humor.

— La fama te precede, alquimista — gruñó — haz oro para mí.

Detrás de él los zánganos se recolocaron, intentando ganar espacio para no perder detalle del proceso.

— Sentaos en esa silla, mi señor, tardaré una hora escasa — Hice una profunda reverencia e inmediatamente me giré y empecé a representar la función largamente ensayada.

Mi hija y yo nos vestimos un pesado faldón de cuero, de protección, unos anteojos provistos de un filtro de aire que caía hacia la espalda, sobre el hombro. Aquellos elementos de protección fueron una novedad introducida en el último momento. Nadie reparó en ello hasta que fue demasiado tarde.

Empezaron las explosiones justo detrás de la fila de cortesanos, que volaron en pedazos, entre gritos, sangre, cuerpos desmembrados esparcidos con violencia por la estancia. Brazos,piernas, manos, mandíbulas,... gritos … gritos … caos. El armagedón.

Estalló en mil pedazos el horno, y todo el material de vidrio que había en su cercanía se convirtió en mortífera metralla, que atravesó a los que aun quedaban en pie, incrustándose en pechos, espaldas, cráneos. Los desguazó a casi todos.

Mi hija y yo acurrucados tras una mesa de madera que volcamos justo en el último segundo. Estaba el rey tratando de incorporarse de su silla cuando se iniciaron varios incendios a su alrededor, alimentados con componentes altamente inflamables que yo había preparado, produciendo un humo espeso, sofocante, axfisiante. El rey empezó a toser y a luchar por un poco de aire, sangrando por la boca, cojeando, con una vara de metal atravesando su pierna. Nos miraba incrédulo.

— Majestad, tomad el elixir inmediatamente — grité arrojándole un pequeño vial azulado, como con luz propia. Se lanzó sobre el frasquito desesperado, lo abrió con torpeza, casi derramó el contenido, gracias a Alá que le infundió agilidad en el último momento.

Y se lo tragó de golpe. Sonrió triunfante, sugestionado por la ignorancia. En pocos segundos el compuesto hizo su efecto, agujereó su ulceroso estómago y empezó a retorcerse de dolor, vomitando espuma por la boca, gritando como un poseso, sabedor de su seguro final se desplomó temblando con espasmos y estertores pero aun vivo. Se tarda un buen rato en morir cuando tienes las tripas perforadas, ¿sabes?.

En cuestión de minutos yo, Abdul ibn Masud Abdallah, había acabado de un plumazo con la dinastía Tudor, dejando Inglaterra sin rey, sin herederos y sin cortesanos.

Metí el único libro de valor, el de poesía, en mi saco de cuero. Tomé la mano de mi hija y salimos de la estancia, del palacio, en una cálida mañana de primavera. Todo era confusión y prisas a nuestro alrededor. Nadie reparó en un viejo encorvado ayudado por un bastón y por el brazo de su hija, supervivientes de un incendio devastador en la Torre de Londres. Pusimos nuestros pasos en dirección al puerto, en busca del primer barco que zarpase de Inglaterra a cualquier destino.

Pero nuestra fuga es otra historia.

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