En fecha reciente, una escueta esquela publicada en el prestigioso diario ribereño "El Heraldo de Aranjuez", deja prudente constancia del fallecimiento del poco conocido científico D. José Valiente y Cifuentes, (aka "Herr Doktorr Traum", aka "Pepe el Chispas"). Sin familia conocida ni herederos vivos, no llama tanto la atención la ausencia de obituario en la esquela, pero sí lo hace la frase: "Que no encuentres reposo en el infierno, por toda la eternidad, hideputa", firmado R.S.P.
R.S.P... las iniciales bailan un instante en mi memoria y, tras unos segundos, como el estampido de un Gewehr 98 (nosotros lo llamamos Mauser), el nombre completo cobra vida en mi cerebro... Robert Smith Peabody o, como le conocíamos de niños, Roberto. — Roberto, viejo cabrón,... tu también sobreviviste.—
Sin pérdida de tiempo corro a mi habitación y preparo lo imprescindible: unos vaqueros Lewis Strawberrys, una camisa casual manga larga rayas verticales azules y blancas, unas cómodas zapatillas azules de suela de esparto, muda limpia boxer azul, documentos, y el material necesario para apoyo a mi trabajo como investigador científico: una libreta de bolsillo de tapa negra sin pautar con goma lateral para mantenerla cerrada, un lapicero Staedtler diámetro 0,5 con mina blanda 2B, ideal para esquemas y bosquejos rápidos, y mi inseparable estilográfica Montblanc Slim con plumín en oro para pasar a limpio las anotaciones y apuntes que sistemáticamente compila y registra mi cerebro.
Un paseo ligero saboreando la sombra fresca del Paseo de la Condesa de Sagasta, un trago de agua en la tercera de las cuatro fuentes del breve recorrido que separa mi casa de la nueva estación de trenes de León. La antigua estación de trenes está sólo a cincuenta metros de la nueva, y es mucho más bonita... Ya en ruta, sentado cómodamente en uno de los asientos de ventanilla del tercer vagón de los cuatro del convoy, en el sentido de la marcha, por si el veloz paso de los árboles y postes de catenaria, así como el paisaje cercano, llegaran a marearme. Tengo facebook abierto en mi móvil, lanzo una búsqueda: "Robert Smith". Hay 698 millones de Robert Smith, el primero es Robert Smith, el cantante de Cure... pero varias páginas más abajo, entre todos ellos, Peabody. Sin actividad reciente, apenas dos fotos: su gato, un gato europeo hermoso de nombre "Kaiser"; y otra en la entrada a la Gran Pirámide de Keops, recortado contra la oscuridad del interior, con una chillona camisa color fucsia, Robert... Sus ojos escondidos tras unas gafas de sol muy oscuras, mirando directamente a la cámara. El suave traqueteo del tren y un leve cansancio hacen que mis ojos se cierren, un dulce sopor nubla mis pensamientos alborotados. Me rindo a la cálida sensación de abandono al comienzo del sueño. Lo siento por mis vecinos de vagón, puede que me ponga a roncar...
Hay un hombre sentado en una silla de madera. Hay una mesa de madera sin cajones justo delante del hombre. Hay una hoja blanca, DIN A4, sobre la mesa. El hombre sostiene un lápiz Staedtler de forma hexagonal con caras alternas en rojo bermellón y amarillo canario, y una cumbre de color rojo. El hombre no ha escrito nada en la hoja. Es curioso e inquietante el hecho de que el hombre está atado a la silla con correas de cuero marrón ( ¿oscuro?, ¿sucio? ). Las correas le ciñen los tobillos a las patas de la silla, el torso al respaldo y su muñeca izquierda al reposabrazos. Así que su brazo derecho está libre, por lo que si así lo desease, no tendría ninguna dificultad en soltar las hebillas con su mano libre. Por tanto deducimos que el hombre está atado, no para que no escape, sino por seguridad, para que no se lastime, para que no se caiga.
Despierto sobresaltado, el corazón desbocado. Pudiera oirse su latido por todo el vagón, por todo el convoy incluso. La señora del asiento frente al mío me mira de forma reprobatoria, con cara de bebé comiendo limones, pero en viejo. — Ya era hora. Ha estado usted roncando como un ogro. ¡qué poca consideración! —, —Bruja—, pienso. He llegado a la estación de Santander a las 19:40. Una cena frugal, una ducha reparadora y la promesa de una cama cómoda, completan la jornada.
La mañana siguiente un autobús de linea se detiene en su última parada, frente a la Iglesia de San Vicente Mártir en mi pueblo, Cabárceno. Han cambiado algunas cosas, la actividad del pueblo se ha volcado al servicio del turismo que reclama el Parque de la Naturaleza, mundialmente conocido: tiendas de souvenirs, alquiler de vehículos y caballos, hostelería, alojamientos, hoteles, casino, club de golf... A la sombra protectora de Peña Cabarga, el Parque ha dado una nueva oportunidad a sus enriquecidos vecinos. Hoy nadie me conoce y aprovecho esta circunstancia para pasear por los lugares que de niño solía frecuentar, el parque detrás de la iglesia, la explanada frente a la escuela nacional masculina, la tienda (hoy albergue) de la Sra Genoveva, que vendía polvorones y sobres sorpresa que contenían pequeños juguetes de plástico, y que no había sorpresa porque el contenido venía dibujado fuera. Calle arriba el edificio en ruinas del viejo acuartelamiento militar durante la Guerra Civil, la casa de los abuelos, el pozo de agua,...
Los pasos me encaminan inexorablemente al final de la carretera. Desde hace cincuenta años no ha habido nada más allá, la carretera dejaba de serlo y se convertía en pista de camiones de volquete, cargados de mineral rojo de hierro, explotado desde la ocupación romana, y agotada su rentabilidad a finales de los años 70. La última casa del pueblo es la residencia modesta y discreta de la persona que vengo a visitar, José Antonio Valiente, muerto y enterrado, según dice el periódico de ayer. Veremos... Una vuelta alrededor de la casa y descubro una ventana solitaria oculta a la vista de cualquier punto habitado cercano. La masilla que sujeta los cristales está tan seca y resquebrajada por el tiempo que resulta fácil retirarla, extraer los clavos que sujetan el cristal, quitarlo limpiamente y abrir el pestillo de la ventana. Ya estoy dentro. De pie, junto a la ventana, esperando a que mi visita se acostumbre a la penumbra. Apenas necesito un minuto, creo que podría recorrer esta casa con los ojos cerrados. Cruzo por el pasillo hasta las escaleras del fondo. Subo. Segunda habitación a la derecha. En el centro una mesa, junto a la mesa una silla. Me siento, enciendo una vela que hay sobre la mesa y proporciona una luz tenue, pero suficiente. Hay unos cuantos folios y un lápiz sobre la mesa. Ajusto unas correas de cuero a mis tobillos, a mi torso y a mi muñeca izquierda. Tomo el lápiz entre mis dedos y acerco la punta de grafito al papel. Espero...
Hay cosas que nunca se olvidan, como montar en bicicleta, como atarse los cordones de unas deportivas, como disparar un fusil. Se ha producido la conexión antes de lo esperado. El lápiz comienza a escribir, sujetado por mi mano, pero no bajo mi control — Qué sorpresa verte de nuevo, te creía también muerto —, — Creo que lo estuve un tiempo, pero ya ves que no —, contesto en voz alta.
— Mi mejor amigo, ¿has venido a visitarme? — La pregunta es innecesaria. Sabe perfectamente que he venido a acabar con él. — Qué astuto eres, Pepe, todos creen que estás muerto. Tu cuerpo ya no existe, pero de algún modo has conseguido transferir tu espíritu a un huésped. Y yo estoy aquí para hacer justicia, como juez y verdugo, para todos los inocentes, algunos de ellos también amigos tuyos— Las dos cicatrices a ambos lados de mi cabeza han despertado de su letargo y están palpitando como tambores de guerra. Están esperando la descarga previa que pone al sujeto en sintonía, en una predisposición al proceso de comunicación telepática con el cerebro dominante del doctor Valiente, al que apodan Doktorr Traum, Doctor Sueño, un modo irónico de describir que los sujetos dejaron de soñar y comenzaron a sufrir pesadillas aun despiertos, junto con algunos otros efectos secundarios bastante desagradables. Ahora la cuestión es ¿a dónde se ha transferido el espíritu del doctor Valiente? Para acabar con él hay que destruir al huésped, es de "cajón". No hay gatos o perros u otros animales; viven relativamente poco tiempo y son débiles e indefensos. El huésped ha de ser necesariamente un ser vivo grande, poderoso y longevo.
Desato las correas y me levanto de la mesa. En el papel siguen apareciendo palabras, ahora sin la intervención del lapicero y sin mano que lo sostenga. No necesito leerlas para saber que el doctor está intentando ganar tiempo, apelando a una amistad pasada.
La casa. La casa es una construcción de dos alturas. Es pequeña, menos de 40 metros cuadrados de planta. En el piso superior las habitaciones, tres; en el inferior el hall de entrada y la cocina ocupan la mitad. La parte trasera un almacén, con una puerta estrecha muy baja que da acceso a un huertito abandonado hace años. Hoy la vegetación silvestre y los hierbajos han tomado posesión, lo han fagotizado.
Sin prisa, sin odio ni rencor, pero con una determinación absoluta, abro la tapa de una lata de gasolina, rocío su contenido aquí y allá, procurando impregnar todo el material inflamable. De alguna forma, las habilidades del doctor han logrado hospedar su espíritu en un objeto inanimado, en su propia casa, ¿qué mejor sitio para hospedarse? He notado esa sensación desde que entré. Ahora, ya desde el exterior, he arrojado una cerilla a través de la ventana. En cuestión de minutos se ha desatado un infierno que contemplo desde la distancia, la casa envuelta en llamas.
No es necesaria mi habilidad telepática inducida, subproducto de los experimentos mentales a los que fui sometido, para saber que, sobre el folio blanco que había sobre la mesa, las palabras han dejado de escribirse.
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